Coexistencia con las hormigas


Las viviendas de planta baja tiene una ventaja y un inconveniente. La ventaja es que no hay que subir escaleras. El inconveniente, que tampoco las hormigas tienen que subirlas.

Todas las mañanas, un ejército de hormigas cruza nuestro umbral, sube por la pared de la cocina hasta que llega a la cesta de pan y se divide en varios grupos en el lavadero. Desde estas posiciones iniciales comienza un ir y venir que dura todo el día, pero del que no vemos nada más que las propias hormigas. Y este verano es un verano de muchas hormigas.

-Matar solo unas cuantas no sirve de nada –decidió la mejor de todas las esposas-. Hay que descubrir el nido.

Seguimos la procesión en dirección opuesta y vimos que conducía al jardín, desaparecía por breve tiempo entre las plantas, reaparecía en la superficie y se dirigía zigzagueante hacia el norte. Al llegar al límite de la ciudad nos detuvimos.

-Vienen de afuera –dijo mi mujer respirando dificultosamente-. Pero, ¿cómo han encontrado el camino a nuestra casa?.

Estas preguntas, naturalmente, solo puede responderlas la reina hormiga. Las masas obreras desconfían de los líderes de su sindicato, realizar su tarea y arrastran lo que hay que arrastrar.

Después de unos días de observación minuciosa, mi mujer compró unos polvos que le habían recomendado contra las hormigas y esparció aquel veneno sobre el terreno de la marcha desde el umbral de la casa hasta la cocina y más allá.

A la mañana siguiente, las hormigas avanzaban lentamente, porque tenían que trepar por las numerosas colinas de polvos. No advertimos ningún otro efecto. Luego empleamos una jeringa con el resto de insecticida. Cayó la vanguardia, pero el resto de las fuerzas siguió avanzando. “son muy resistentes, hay que reconocerlo”, comprobó mi esposa, que estudió psicología, y lavó la cocina con veneno. Durante dos días se ausentaron las hormigas. Nosotros también. Al terminar las breves vacaciones, reaparecieron los regimientos de hormigas, más numerosos que antes y con mayor celo en su trabajo. Entre otras cosas descubrimos el frasco de jarabe para la tos. Nunca más volvieron a toser.

La mejor de las esposas se apartó de los principios que antes había pregonado y comenzó a matar hormigas individualmente, millares cada mañana. Luego desistió.

-Cada vez aparecen más –suspiró-. Una masa inagotable. Como chinos.

Alguien le expuso una sugerencia.

Dicen que las hormigas no pueden soportar el olor de los pepinos. Al día siguiente, nuestra cocina estaba pavimentada en pepinos, pero era evidente que las hormigas no se daban por enteradas de ello; después de olfatear los pepinos, siguieron como tal cosa. Algunas de ellas incluso se rieron con disimulo. Telefoneamos al departamento de sanidad en demanda de un consejo.

-¿Qué hay que hacer para librarse de las hormigas?

-Eso es lo que yo querría saber –respondió el funcionario-. Tengo la cocina llena de hormigas.

Tras otros intentos de defensa que fracasaron, optamos por abandonar tal desigual lucha. Mientras estamos desayunando, la procesión de hormigas ocupa las posiciones acostumbradas, sin molestarnos más. No tenemos que preocuparnos de si va bien todo. Las hormigas pertenecen a la casa. Ya nos conocen y nos tratan con discreta cortesía, como es tradicional entre adversarios que han aprendido a respetarse mutuamente. Esto constituye un ejemplo de coexistencia pacífica digno de imitación.



Efraín Kishon

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